—Me ha sorprendido hace un momento oírla reír tan alegremente.
Sonrió sin mirarlo.
—Todo esto es divertido y me río... Ahora no podrá marcharse usted; espere a que se vayan los oficiales. No tardarán mucho...
—Bien, esperaré. Muchas gracias, Luba.
Ella sonrió de nuevo.
—No hay de qué... ¡Qué fino es usted!
—¿Le gusta a usted eso?
—No mucho. ¿Cuál es su origen de usted?
—Mi padre es doctor... Médico militar. Mi abuelo fué un «mujik». Somos de una familia de viejos sectarios.
Luba le miró con curiosidad.
—¡Toma, toma!... ¿Y por qué no lleva usted cruz al cuello?
—¿Cruz?—dijo él sonriendo—. Nosotros no nos ponemos cruces sobre los hombros como Cristo.
Ella frunció las cejas.
—Tiene usted sueño. ¿Por qué no se acuesta? Será mejor que pasar el tiempo así.
—No, no me acostaré; ya no tengo sueño.
—Como usted quiera.
Hubo un largo silencio molesto. Luba bajó los ojos y se puso a dar vueltas metódicamente a su sortija alrededor del dedo. El miraba en torno suyo procurando no ver a la muchacha. Su mirada se detuvo sobre una copa llena de coñac hasta la mitad. Y de repente se figuró con una claridad sorprendente, casi palpitante, que todo aquello lo