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En el mismo instante, sobresaltada, se sentó, juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró mas que un segundo. Después se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo. Allá en el salón seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas del piano que, agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.

—¡Toma un poco de agua, Luba mía! Te lo ruego... eso te hará bien...—balbuceó inclinado sobre ella.

La oreja de la mujer estaba cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír; dulcemente separó de la oreja los cabellos negros con huellas de los papillots poniéndolos a un lado.

—Un poco de agua, te lo ruego...

—No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...

En efecto, se tranquilizó un poco. Tras un último sollozo profundo y sordo su cuerpo quedó inmóvil. El la acarició dulcemente desde el cuello hasta la puntilla de la camisa.

—Estás mejor, ¿no es verdad, Luba, niña mía?...

Ella no respondió, lanzó un largo suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se sentó a su lado, le miró otra vez y con sus largos cabellos le enjugó el rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extra-