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diendo ya nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros, le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:

—Pero ¿por qué te callas? ¿Qué es lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble corazón! ¡Díme qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh qué desgraciada soy!

Le sacudía los hombros, y sus finos dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo a través de la camisa.

—¡No has conocido nunca mujeres, cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres, a todos!... ¿Y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo estoy ya como muerta. Y sin embargo te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora vete!...

No pudiendo contener más su cólera la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. El no razonaba ya, no sabía ya lo que hacía; en aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no vió ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva ni el revólver negro. Tapándose los ojos con las manos como si los quisiera hundir en las profundidades del cráneo avanzó hacia el lecho, se echó en él con el rostro hacia abajo y se puso a sollozar.