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so fusilar y me salvó de milagro. Y así toda mi vida... siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!

—Pero ¿por qué eres tan bueno?—preguntó la muchacha con un tono irónico.

Pero él, sin comprender la ironía, respondió seriamente:

—No sé. Probablemente es que he nacido así.

—Pues bien, yo he nacido mala. Y, sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?

Sumido en sus reflexiones él no prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su pasado, que veía ahora con tanta claridad en toda su simplicidad y en todo su heroísmo, continuó:

—Ya ves, tengo veintiséis años, mis cabellos empiezan a encanecer y, sin embargo, hasta aquí...

Buscaba palabras, pero acabó su pensamiento con firmeza, aun con orgullo:

—Hasta aquí no he conocido mujeres. Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de esa manera. Y, para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus brazos desnudos...

La música llenó de nuevo toda la casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón, alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reina-