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agitaba sobre su cabeza y que era sombrío, pensativo y tan temible en su inmensidad. Amaba los pequeños calveros claros, alegres, verdes, en que parecían cantar todas las flores, y hubiera querido acariciarlas como a hermanas; el cielo aquel le llamaba y le sonreía como una madre. Petka se agitaba estremecido, palidecía, sonreía sin ninguna razón visible y se paseaba graciosamente como un viejo por el extremo del bosque y las orillas del estanque. Cansado, desbordándosele la felicidad, se echaba sobre la espesa hierba algo húmeda como si se bañara en ella. No se veía mas que su naricita cubierta de manchas rosáceas, que sobresalía de la superficie verde.

Al principio volvía frecuentemente junto a su madre, se pegaba a sus faldas, y cuando el amo le preguntaba si estaba a gusto en el campo, respondía, con una sonrisa confusa:

—¡Oh sí!

Y se iba de nuevo al bosque sombrío y al agua tranquila turbado y confuso.

Pero dos días más tarde estaba ya en amistad íntima con la Naturaleza. Esta amistad fué facilitada especialmente por un colegial llamado Mitia, que habitaba en la aldea vecina. Tenía el rostro moreno y amarillento como un vagón de segunda clase, los cabellos erizados y casi blancos del todo: tanto los había quemado el sol. Cuando Petka le vió por primera vez estaba pescando con caña en el estanque. Entablaron sin más preámbulo una conversación e inmediatamente se hicieron ami-