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pelada se volvía sobre su delgado cuello como sobre un alambre.

Había nacido y pasado toda su vida en la ciudad y veía el campo por primera vez. Todo era para él nuevo y extraño. Aquí podían percibirse las cosas de muy lejos: el bosque parecía pequeño como la hierba; el cielo, claro y tan vasto como si se le observara desde el tejado. Cuando se volvía hacia el lado donde se hallaba su madre, en el cielo azul, a través de la ventana de enfrente, nadaban nubecillas ligeras que parecían angelitos blancos.

Petka no podía estar quieto en su sitio: corría de una ventana a la otra, apoyándose confiado, con su pequeña mano sucia, en los hombros y en las rodillas de los viajeros desconocidos, que le miraban y sonreían. Un señor que leía un periódico y que a causa del cansancio o del aburrimiento bostezaba sin parar echó una mirada de disgusto sobre Petka. Nadieschda excusó a su hijo.

—¡Dispénsele, señor! Es la primera vez que viaja en tren y eso es lo que le apasiona tanto...

—¡Ah!—dijo el señor con tono indiferente.

Y volvió a enfrascarse en el periódico.

Nadieschda le hubiera querido contar que Petka trabajaba en casa de un peluquero desde hacía tres años, que el peluquero le había ofrecido un porvenir y que, dado que ella estaba sola en el mundo y era muy débil, Petka habría de ser un buen sostén para ella cuando fuera vieja o cayera enferma.