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Nicolás tomaba el aire grave de una persona mayor; fumaba cigarrillos baratos, escupiendo por el colmillo como los porteros; sabía expresarse de un modo grotesco y se vanagloriaba ante Petka de que bebía aguardiente; pero todo esto era más bien imaginación.

No faltaba ni a uno solo de los escándalos que se producían en las calles vecinas, como hacían, por otra parte, todos sus colegas, y cuando volvía, muy alegre y satisfecho de todo lo que había visto, su patrón le recibía propinándole dos buenas bofetadas en cada carrillo.

Petka, que no tenía mas que diez años, no fumaba aún y no bebía casi nunca. Conocía muchas expresiones malas, pero no las había empleado jamás. Y así y todo admiraba a su camarada.

A veces los clientes apenas venían. Entonces Procopio, que pasaba casi todas las noches fuera sin dormir, aprovechaba algunos momentos durante el día para echar un sueñecito en el rinconcillo obscuro, detrás del tabique. Miguel, el otro oficial, leía El Diario de Moscú y buscaba en los sucesos un nombre conocido cualquiera de sus clientes habituales. Petka y Nicolás charlaban. El último, mano a mano con su camarada, se hacía más amable y enseñaba al aprendiz todas las artes de tocado y los secretos del oficio.

Por la mañana acostumbraban asomarse a la ventana, junto a un busto en cera que representaba una mujer con mejillas de color de rosa y ojos de cristal asombrados por pestañas rectas, y