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IV

Niemovetsky tenía la boca llena de tierra y arena que rechinaba entre sus dientes. Lo primero que sintió al volver en sí fué el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la cabeza pesada como si es tuviera llena de plomo; ni siquiera podía volverla; tenía dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo. Felizmente no le habían roto nada en la lucha. Se sentó y estuvo un buen rato mirando hacia arriba sin poder pensar ni darse cuenta de lo que le pasaba. A través de un matorral de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el cielo puro: El huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había purificado el aire, que era más seco y más ligero ahora. La Luna, en cuarto creciente con un borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida, triste y fría, pues eran sus últimas noches. Los pequeños jirones de nubes empujados por el viento, que aun soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca de la Luna sin atreverse a ocultarla. Todo esto hacia el efecto de una noche triste y misteriosa que lloraba sobre la tierra.

Niemovetsky se acordó de pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal modo era horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan cruel. El mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando desde abajo la Luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y no se parecía a nada. La