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do a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un momento en lo alto prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque por donde huía Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después fué el silencio.

El alto, furioso, gritó:

—¡Crápula!

Y echó a correr en línea recta a través de las ramas, como un oso.

El rojo le siguió, gritando con voz aguda:

—¡Yo también! ¡Yo también!

Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr gritando:

—¡Yo también! ¡Yo también!

La nube negra fué desapareciendo poco a poco y la noche, sombría y serena, descendió sobre la tierra escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían mas que sus breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por sus manos y su grito vibrante y lastimero:

—¡Yo también! ¡Yo también!