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Niemovetsky volvió la cabeza; en este momento el alto echó un paso atrás y le dió un puñetazo debajo de la barba. El golpe fué inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara y luego rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del suelo recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos; solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios como las mujeres, llorando de rabia en lucha desigual y desesperada.

Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor y sus brazos se balanceaban a cada paso. La última cosa que vió fué un mechón de barba roja que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin gritar.

Niemovetsky sintió el vacío a su alrededor; oprimido el corazón rodó hacia abajo como una piedra; su cuerpo chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.

Sus dos adversarios, después de haber arroja-