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—¿Sabe usted dónde estamos? Yo nunca he estado aquí.

El examinó aquel lugar con atención.

—Sí, lo sé. Allí, detrás de aquella colina está la ciudad. Déme su mano, voy a ayudarla a saltar.

Tendió su mano, pequeña y blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera querido saltar sola por encima del canalillo, correr como una chicuela gritando: «¡A que no me pillas!», pero no se atrevió. Con una inclinación grave de reconocimiento bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que conservaba aún las formas tiernas de una mano de niño. El hubiera querido apretar muy fuerte aquella manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco y se limitó a tender la suya inclinándose respetuosamente y desviando modestamente la mirada cuando la muchacha al subir dejó entrever su pierna.

Continuaron andando y hablando; pero no podían olvidar el dulce momento en que sus manos se habían tocado. Ella sentía aún el calor de su palma y de sus fuertes dedos; esto le era muy agradable y al mismo tiempo molesto; él sentíase feliz por haber tocado la piel fina de aquella manita y haber visto la silueta negra de aquel zapatito que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.

Había algo turbador en todo aquello; pero, por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía dominar aquella sensación.

Estaba muy alegre y era tan feliz que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de