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no manantial. El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos era muy jóvenes aún: ella no tenía mas que diez y siete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales: ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y flexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.

Siguieron el camino sin saber adónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas sombras, que tan pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra larga como la de un álamo. Absortos en la conversación no veían sus sombras. El joven miraba sin cesar el bello rostro de la muchacha iluminado por los lindos colores tiernos del Sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja, miraba al suelo, empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la punta de su pequeña botina, que suavemente pisaba la tierra.

Un canalillo con los bordes derruídos, lleno de polvo se interpuso en su camino, y ambos se detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados preguntó: