tio. Pero si le da lo mismo, acuéstese del lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?
—No; pero... no tengo ninguna gana de dormir. Me quedaré sentada.
—Puede usted leer algo.
—Aquí no hay libros.
—¿Quiere usted el periódico de hoy? Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.
—Gracias, no lo quiero.
—Como usted guste. En cuanto a mí, con su permiso...
Cerró la puerta con dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada llena de extrañeza con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés tan fuera de lugar en aquel sitio miserable donde hasta la atmósfera estaba impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias le parecía muy simple, natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con una señorita en una canoa, preguntó:
—¿Permite usted que me quite la levita?
La muchacha frunció ligeramente las cejas.
—Quítesela usted. Puesto que ha...
Pero no terminó lo que iba a decir.
—¿Y el chaleco?—preguntó él—. Me aprieta un poco...
Ella no respondió y sin que él la viera se encogió de hombros.
—Aquí está mi cartera. Hay dinero en ella. Tenga la bondad de guardarla.