muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín, y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.
—¿Estés aquí, mi pobre Bribón?—dijo Lelia acercándose a él.
Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que él había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.
—¡Ven conmigo!
Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como volvía a empezar y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas e impenetrables a la luz por el agua de que estaban henchidas. El pobre Sol debía aburrirse mucho detrás de aquel espeso muro.
A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos aislados de árboles y breñas. A poca distancia había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.
—¡Dadme un copek!—pedía con voz lastimera.
—¿Y no quieres partir leña?—le respondían burlándose de él.
Se enfadaba y los otros se reían sin gana.
Un rayo de Sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico como si el Sol estuviera gra-