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ñón del revólver... todo se hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.

Cuando trajeron el vino y la fruta, y cuando finalmente llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:

—Bien, Luba, beba usted, se lo ruego.

—¿Y usted?—preguntó ésta extrañada y mirándole de reojo.

—Beberé después. Mire usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es que ahora...

Bostezó terriblemente.

—¿Entonces?—preguntó ella.

—Entonces... yo quisiera dormir un poco. Nada más que una horita... Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego, no se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?

—Si usted lo permite me podría volver al salón—dijo ella.—. Van a tocar el piano ahora...

Esto no le convenía nada. Allí en el salón se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí mas que a dormir... Se sospecharía... No, eso era peligroso. Y conteniendo a duras penas sus bostezos, dijo en un tono serio:

—No, Luba, le suplico que se quede conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un capricho; pero... Se lo ruego a usted...

—Sí, sí... Desde el momento que usted ha pagado...

—No es eso—él enrojeció nuevamente—. No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere puede muy bien acostarse también. Le dejaré si-