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—¡Que te quiero, Briboncito, que te quiero mucho! Tienes una naricita bonita y ojos muy expresivos. Haces mal en desconfiar de mí, Briboncito.

Las cejas de Lelia se levantaron. También ella tenía una naricita bonita y ojos tan expresivos que el sol había hecho muy bien en cubrir de cálidos besos todo su rostro, joven, resplandeciente, de una belleza ingenua.

Y Bribón, por segunda vez en su vida, se echó sobre el lomo y cerró los ojos, no estando cierto de si le iban a acariciar o a pegar. Pero le acariciaron. Una manita cálida tocó ligeramente su cabeza y luego se puso a acariciar valerosamente todo su cuerpo.

—¡Mamá, niños, mirad, estoy acariciando a Bribón!—gritó Lelia.

Cuando los niños corrieron alborotados, agitados y confiados como gotas de mercurio, Bribón esperaba con angustia; sabía bien que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder porque le habían despojado de su maldad irreconciliable. Y cuando todos comenzaron a acariciarle temblaba su cuerpo, y las caricias a que no estaba habituado le hacían casi tanto daño como le hubieran hecho los golpes.


III


Bribón estaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos. Pertenecía a hombres y po-