Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.
—¡Chucho!—le llamó, aplicándole el nombre que se da a todos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!
El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.
—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!
Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dió un fuerte puntapié en las costillas.
—¡Largo de aquí, cochino animal!
El perro lanzó un aullido provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el dolor. El campesino, tambaleándose, se fué a su casa; allí pegó cruelmente y por largo rato a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.
Desde aquel día el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A veces hasta intentaba morder y había que echarle a palos o a pedradas.
Durante el último invierno se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda volun-