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lón. Llevaba Valia una pequeña pelliza y zuecos demasiado altos que embarazaban sus movimientos; un gorro de piel cubría su cabeza. Debajo del brazo llevaba el libro que contenía la historia de la pobrecita hada del mar. Su rostro estaba pálido y su mirada era seria.

La mujer alta y delgada le estrechó contra su mantón usado y se enjugó las lágrimas.

—¡Cómo has crecido, mi pequeño Valia! Estás desconocido—bromeó con una triste sonrisa.

Valia, después de ajustarse su gorro de piel, la miró, no a los ojos como tenía por costumbre, sino a la boca. Esta boca era demasiado ancha, pero de dientes finos; las dos arrugas que Valia había notado cuando la primera visita de su madre estaban en su sitio, en los extremos de la boca, pero se habían hecho aún más profundas.

—¿No te enfadas conmigo?—le preguntó.

Pero Valia repuso simplemente:

—Ea, vámonos.

—¡Mi pequeño Valia!—se oyó en el cuarto donde se hallaba Nastasia Filipovna.

Apareció en el umbral con los ojos henchidos de lágrimas y los brazos extendidos; se lanzó hacia el niño, se arrodilló ante él y le puso la cabeza sobre el hombro. No decía nada; solamente los brillantes temblaban en sus orejas.

—¡Vamos, Valia!—dijo severamente la mujer alta cogiéndolo del brazo—. Nuestro sitio no está entre gentes que han martirizado tanto a tu madre... ¡Sí, martirizado!...