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malévolos espectros se cernían sin ruido sobre aquella cabeza de niño.

—¡Valia!—dijo en voz baja Nastasia Filipovna asustada.

El niño suspiró profundamente, pero no se movió, como si estuviera encadenado por un sueño de muerte.

—¡Valia, Valia!—repitió el marido con voz trémula.

Valia abrió los ojos, los cerró y los volvió a abrir de nuevo y saltó sobre sus rodillas pálido y asustado. Echó sus delgados brazos desnudos, como un collar de perlas, alrededor del cuello de Nastasia Filipovna, escondiendo la cabeza en su pecho, y cerrando bien los ojos, como si temiera que se abrieran ellos solos, susurró:

—¡Tengo miedo, mamá! ¡No te vayas!

Fué una mala noche. Cuando Valia se quedó al fin dormido tuvo un acceso de asma; se ahogaba, y su pecho, blanco y grueso, se alzaba y se bajaba bajo las compresas de hielo. No se calmó hasta el alba, y Nastasia Filipovna se fué a dormir con el pensamiento de que su marido no sobreviviría a la separación del niño.

Después de un consejo de familia en el que se decidió que Valia debía leer lo menos posible y ver a otros niños con más frecuencia, se empezó a traer a la casa muchachos y muchachas. Pero Valia no quería a aquellos niños brutos, escandalosos, alborotadores y mal educados. Rompían las flores, desgarraban los libros, saltaban por encima