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espaciadas. Reinaba un silencio que cortaba el ruido de las páginas vueltas o la tos del ex papá que llegaba de su despacho. La lámpara con pantalla azul proyectaba su luz sobre el tapete de terciopelo, pero los rincones de la alta habitación permanecían envueltos en las tinieblas misteriosas. Allí en aquellos rincones había grandes tiestos de flores de hojas y raíces fantásticas que trepaban hacia fuera y semejaban serpientes luchan de entre sí. A Valia le parecía que entre ellas se movía alguna cosa grande y negra.
Seguía leyendo. Ante sus ojos pasaban bellas imágenes tristes que evocaban la piedad y el amor, pero aun con más frecuencia el miedo. Valia compadecía a la pobrecita hada del mar que amaba tanto al hermoso príncipe que abandonó por él a sus hermanas y el océano profundo y tranquilo; pero el príncipe no sabía nada de aquel amor, por que el hada del mar era muda, y se casó con una alegre princesa; se festejaba la boda: la música tocaba sobre el bajel y todas sus ventanas estaban profusamente iluminadas cuando la pequeña hada del mar se arrojó, buscando la muerte, en las ondas obscuras y frías. ¡Pobrecita hada del mar, tan dulce, tan triste, tan buena!...
Pero con más frecuencia aun Valia veía hombres monstruosos horriblemente malos. Volaban hacia alguna parte, en la noche negra, con sus alas agudas; el aire silbaba sobre sus cabezas, y sus ojos brillaban como carbones encendidos. Los rodeaban otros monstruos y pasaba algo horrible: una