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a andar llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo largo del cual se veían pequeños cuartos obscuros con las puertas abiertas. Sobre una de estas puertas vió una inscripción: «Luba», nombre de la mujer. Entraron.

—Oye, Luba—dijo él mirando a su alrededor y frotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con agua fría—. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo que hay? ¿Fruta quizá?

—La fruta es cara aquí.

—Eso no importa. Y el vino, ¿es que no lo bebe usted?

Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dió cuenta de ello en seguida, pero no quiso corregir el error; en la forma con que ella le había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También ella sintió algo semejante. Después de mirarle fijamente dijo con un tono indeciso:

—Sí, bebo vino. Espere usted, voy a pedirlo. En cuanto a la fruta diré que no traigan mas que dos manzanas y dos peras. ¿Tendrá usted bastante?

Le trataba también de usted, pero en la manera de pronunciar aquel «usted» había algo de confuso, una ligera vacilación. El no puso atención en ello, y una vez solo comenzó a examinar rápidamente la habitación. Primeramente se cercioró