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te e hizo un esfuerzo penoso para mantenerse derecho. Después sacudió el polvo de sus rodillas, se puso el sombrero, hizo la señal de la cruz tres veces seguidas sobre la tumba y se fué con paso firme. Pero ya no se reconocía en los estrechos senderos.

—¡Me he perdido!—se dijo con una triste sonrisa.

Se detuvo un instante, y, sin saber por qué, tomó la izquierda. No se atrevió a quedarse mucho tiempo allí. El silencio le empujaba; el silencio que salía de las tumbas verdes, de las cruces grises, de todos los poros de la tierra llena de cadáveres.

El pope Ignacio alargó el paso. No sabe ya a dónde va, vuelve por los mismos senderos, salta por encima de las tumbas, tropieza con las rejas y las coronas metálicas, desgarrándose las vestiduras. Ahora no tiene mas que un solo y único pensamiento: salir de allí. En desorden el traje y los cabellos huyó a todo correr, grande, alto. Si alguno le hubiera visto en aquel momento se habría espantado más que si tropezara con un muerto salido de su tumba: tanto estaba crispado por el terror el rostro del pope Ignacio.

Sofocado, casi ahogándose, ganó al fin el calvero donde se encontraba la iglesia del cementerio. Cerca de la puerta dormitaba un viejecillo sobre un banco y disputaban dos mendigos.

Cuando el pope Ignacio entró en su casa en el cuarto de su mujer había luz. Vestido como estaba, cubierto de polvo, desgarradas sus ropas, entró en el cuarto de su mujer y cayó de rodillas: