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El mismo pope Ignacio presidió la ceremonia de los funerales. Su mujer no asistió porque a la noticia de la muerte de Vera fué acometida de una parálisis. Sus brazos, sus piernas y su lengua quedaron paralizados, y permaneció inmóvil en su cuarto medio a obscuras, mientras que muy cerca de ella, en el campanario, las campanas tocaban a muerto. Oía a la gente salir de la iglesia, oía cantar a los sochantres ante el ataúd e intentaba levantar la mano para hacer la señal de la cruz; pero la mano no la obedecía; quería decir «¡Adiós, Vera!», pero su lengua permanecía en la boca como una pesada masa inerte. Olga Stepanovna seguía sin moverse, tan quieta que se diría que estaba reposando. Solamente sus ojos estaban abiertos.
Durante la ceremonia fúnebre la iglesia estaba llena de gente. Todos, hasta los que no conocían a Vera, se apiadaban de la suerte de aquella muchacha que había tenido una muerte tan trágica. Miraban al pope Ignacio y buscaban en su rostro la expresión del sufrimiento y el dolor. No se le amaba porque era severo y altivo, aborrecía a los pecadores y no les perdonaba nunca, y porque, ávido y amante del dinero, se hacía pagar caros los servicios religiosos. Y todos querían verle sufrir, abatido, comprendiendo su doble responsabilidad en la muerte de su hija: como padre cruel y como pope que no supo conducir a su hija por los caminos del bien. Todos le espiaban con la mirada, y él, sintiendo esta curiosidad hostil, trataba de mantener erguida su ancha espalda y no mostrarse de-