Ya pasará. De verdad, idos a acostar. También yo tengo sueño. Ya hablaremos... mañana o un día de estos...
El pope Ignacio se levantó de una manera tan brusca que la silla fué a chocar contra la pared; cogió a su mujer por la mano.
—¡Vámonos!
—¡Verita mía!...
—¡Vámonos te digo!—gritó—. Si ha olvidado al Dios bueno, nosotros no somos nada para ella.
Condujo a Olga Stepanovna casi a la fuerza. Cuando ya estaban en la escalera ella le dijo encolerizada:
—¡La culpa es tuya! Tiene todo tu carácter. ¡Tú responderás de ella ante Dios! ¡Qué desgraciada soy!
Lloraba. Las lágrimas la impedían ver los peldaños de la escalera y andaba como si ante sus pies se hubiera abierto un abismo.
A partir de aquel día, el pope Ignacio no dirigió la palabra a su hija. Se diría que ésta no se daba cuenta de ello. Seguía guardando cama o a seándose por su cuarto, frotándose a cada instante los ojos como si hubiera algo que se los tapara. Y la madre, que gustaba de reír y de bromear, perdía la cabeza entre el marido y la hija, siempre taciturnos.
A veces Vera salía. Una semana después de la conversación que hemos referido salió por la noche, como de costumbre. Y ya no se la volvió a ver viva: aquella noche se arrojó bajo el tren, que la cortó en dos pedazos.