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bien que sufres; pero ¿por qué? Yo, tu padre, no sé nada. ¿Crees que eso es justo?...
Vera seguía sin decir nada. Dominando la cólera que le subía a la garganta continuó él:
—Te fuiste a Petersburgo contra mi voluntad; pero así y todo no rechacé a la hija desobediente. Hasta te he mandado dinero. He sido siempre un buen padre para ti. ¡Habla, pues! ¿Por qué no dices nada? ¡He aquí tu Petersburgo!...
Se figuraba enormes masas de piedras llenas de peligros desconocidos, y gentes indiferentes, frías. Esa ciudad inhospitalaria de granito es la que ha hecho sufrir tanto a Vera, débil, aislada, sin defensa. Es esa ciudad la que la había perdido. El pope Ignacio sentía un odio mortal a Petersburgo y una gran cólera contra su hija, que no quería decir nada.
—Petersburgo no tiene que ver nada aquí—dijo al fin Vera, cerrando los ojos—. Además no tengo nada. Es mejor que os acostéis; ya es tarde.
—¡Verita mía, mi niña querida!—gemía la madre—. ¡Abreme tu corazón!
—Dejemos eso, mamá—respondió con impaciencia Vera.
El pope Ignacio se sentó en una silla y tuvo una risa seca.
—¿Nada, pues?—preguntó irónicamente.
—Escucha, padre—dijo con firmeza Vera, incorporándose un poco sobre el lecho—. Sabes bien que os amo a ti y a mamaíta. Pero... no hay nada, os lo aseguro. Me aburro un poco y eso es todo.