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—Sí; pero... ¿qué es eso de los bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto a la música, la oiremos desde tu cuarto.

Ella le miró y sonrió.

—¡Ya, ya! No será mucho lo que oigamos desde allí.

Le empezaba a gustar. Tenía una ancha cara rasurada de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién afeitados.

Sus ojos negros eran bellos, si bien había algo de inmóvil en su mirada y se revolvían pesada y lentamente en sus órbitas como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un actor, sino más bien un extranjero rusificado o quizá un inglés.

—¿No eres alemán?—preguntó la muchacha.

—Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te gustan los ingleses?

—¡Pero si hablas el ruso perfectamente! No se diría que eras extranjero.

Entonces recordó que tenía un pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar un ruso chapurrado para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se distrajo y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío, descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven por el brazo.

—Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde está tu cuarto? ¿Es por aquí?