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—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.

—Pero vamos a ver, Vera. ¿Es que tu madre y yo no somos dignos de tu confianza? ¿Es que no te amamos? No hay en el mundo quien te ame más que nosotros. Dínos por qué sufres y eso te hará bien. Créeme, pues conozco la vida y tengo experiencia. También a nosotros nos hará bien eso. Mira cómo sufre tu madre...

—¡Verita!—exclamaba suplicante la anciana.

—Y yo también—prosiguió el padre, con voz temblorosa como si algo se hubiera roto en él—. ¿Crees que yo soy dichoso viéndote así? Conozco