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El diablo le echó una mirada bizca y respondió:

—¡Siempre tonterías!

Pero probablemente todos aquellos tratos le tenían fatigado; reflexionó un instante, suspiró y puso de nuevo ante el dignatario el pequeño papel, que más bien parecía un moquero sucio que un documento importante.

El otro tomó la pluma, sacudió la tinta, cerró los ojos, puso el dedo sobre el papel y... precisamente en el último momento, cuando había firmado ya, abrió un ojo y miró.

—¡Ah, qué es lo que he hecho!—gritó con horror, arrojando la pluma.

—¡Ah!—le respondió como un eco el diablo.

Las paredes repitieron esta exclamación. El diablo, marchándose, se echó a reír. Y cuanto más se alejaba, mas ruidosa se hacía su risa, semejando una serie de truenos...

...En este momento se procedía ya al entierro del alto dignatario. Los pedazos de tierra húmeda caían pesadamente, con un ruido sonoro, sobre la tapa del ataúd. Podría creerse que el ataúd estaba vacío, que no había nadie dentro: tan sonoro era aquel ruido.