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hombre hizo también un gesto cobarde para manifestar su respeto.

—Nuestro Maestro ha propuesto a los pecadores que se martiricen ellos mismos...

—¿Una especie de autonomía?—dijo sonriendo el dignatario.

—Sí, lo que usted quiera... Ahora los pecadores se rompen la cabeza... ¡Vamos, querido, hay que decidirse!

El otro reflexionó, y teniendo ahora plena confianza en el diablo le preguntó:

—¿Qué me recomendaría usted?

El diablo frunció las cejas.

—No, en cuanto a eso... no soy amigo de dar consejos.

—Entonces no quiero ir al infierno.

—Muy bien, será como usted guste. No tiene usted mas que poner su firma.

Desplegó ante el dignatario un papel muy sucio, que más bien parecía un moquero que un documento tan importante.

—Firme aquí—y señaló con su garra—. Digo, no, aquí no. Aquí se firma cuando se elige el infierno. Para la muerte definitiva es aquí donde hay que firmar.

El dignatario, que había cogido ya la pluma, la dejó en seguida sobre la mesa y suspiró.

—Naturalmente—dijo con un tono de reproche—, eso a usted lo mismo le da; pero a mí... Dígame, si gusta: ¿con qué se martiriza allí a los pecadores? ¿Con el fuego?