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El diablo alzó sus hombros peludos y continuó con un tono fatigado, como el viajante de un almacén de modas al fin de una jornada de trabajo.
—Pero, por otro lado, voy a proponerle a usted la vida eterna...
—¿Eterna?
—Que sí. En el infierno. No es eso precisamente lo que usted hubiera deseado, pero así y todo es la vida. Tendrá usted algunas distracciones, conocimientos interesantes, conversaciones... y sobre todo conservará su «yo». En fin, habrá de vivir usted eternamente.
—¿Y sufrir?
—Pero ¿qué es eso del sufrimiento?—y el diablo hizo una mueca—. Eso parece terrible hasta que uno se acostumbra. Y debo decirle a usted que es precisamente de la costumbre de lo que se lamentan allí.
—¿Hay allí mucha gente?
—Bastante... Sí, se lamentan tanto que últimamente hasta hubo perturbaciones bastante graves: reclamaban nuevos suplicios. Pero ¿dónde encontrar esos suplicios nuevos? Y, sin embargo, aquellas gentes gritaban: «¡Esto es la rutina! ¡Esto se ha hecho trivial!»
—¡Qué brutos son!
—Sí, pero vaya usted a llamarlos a la razón. Felizmente, nuestro Maestro...
El diablo se levantó respetuosamente y su rostro adquirió una expresión aún más desagradable. El