—En el sentido más ordinario; se empieza usted a pudrir, y eso huele muy mal. ¡Pero ya estoy harto de sus preguntas! Tenga la bondad de escuchar bien lo que voy a decirle: no lo he de repetir.
Y en términos llenos de enojo, con una voz cansada de repetir siempre la misma cosa, expuso al dignatario lo que sigue:
El viejo dignatario muerto tenía ante sí dos perspectivas a elegir: o pasar a la muerte definitiva, o bien aceptar una vida de un género especial un poco extraño, capaz de provocar dudas. Tenía libre la elección. Si elegía lo primero sería la nada, el silencio eterno, el vacío...
«¡Dios mío, eso precisamente era lo que me daba siempre horror!», pensó el dignatario.
—Eso era el reposo imperturbable—dijo el diablo examinando con curiosidad el techo tallado—. Desaparecerá usted sin dejar ninguna huella, sin existencia. Tendrá un fin absoluto, no hablará usted jamás, ni pensará, ni deseará nada, ni experimentará alegría ni dolor; nunca pronunciará la palabra «yo»; en fin, no existirá usted ya, se extinguirá, cesará de vivir, se hará nada...
—¡No, no quiero!—gritó con fuerza el dignatario.
—¡Y, sin embargo, eso sería el reposo! Eso también vale algo. Un reposo tal que es imposible imaginársele más perfecto.
—¡No, no quiero reposo!—dijo decididamente el dignatario mientras su corazón cansado no imploraba mas que reposo, reposo, reposo.