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Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería solamente comprender, mirando atentamente el rostro del chantre y su pequeña perilla gris, que se veían apenas en la semiobscuridad.

—¿Por qué lloras, pues?—insistió.

El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con una voz lastimera:

—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras cómo brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...

¿De qué sol hablaba? Lorenzo Petrovich no comprendía y se enfadó. Pero un instante después se acordó del torrente de luz que inundaba la sala aquella mañana; se acordó de cómo brillaba el sol en su país, sobre el Volga, en el bosque, en los senderos campestres, y dejando caer con desesperación sus brazos a lo largo del cuerpo cayó sollozando sobre la almohada, al lado del chantre. Así lloraron los dos. Lloraron el sol que no verían más, el magnífico manzano que daría fruta cuando ellos no estuvieran ya en este mundo, las tinieblas que los envolverían pronto, la vida tan ardientemente deseada y la muerte tan cruel. El silencio de la noche agarraba sus sollozos y los repartía por las salas mezclándolos con los ronquidos de los enfermeros cansados del trabajo del día, con los gemidos de los enfermos graves y la respiración de los convalecientes.

El estudiante dormía, pero la sonrisa había desaparecido de sus labios y sombras azules se posa-