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piraba. Por dos veces hasta salió al corredor para fumar un cigarrillo. Al fin se durmió con un sueño profundo y su pecho se levantaba en una respiración regular. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios florecía una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.

El reloj, que se encontraba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres cuando Lorenzo Petrovich, que empezaba a dormitar, oyó un pequeño sonido tembloroso y tierno como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, se hizo más fuerte y parecía ahora el llanto de un niño pequeño encerrado en un cuarto obscuro, que teniendo miedo a las tinieblas y al mismo tiempo a los que le han encerrado trata de contener sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, comprendió inmediatamente lo que pasaba: era una persona mayor que lloraba sofocada, tragándose las lágrimas.

—¿Qué es eso?—preguntó asustado.

Nadie le respondió.

Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto todavía más triste. Las paredes blancas estaban un pasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo y pedirle protección.

—¿Quién llora, pues?—insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?

Los sollozos, que por el momento se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, vol-