—Es lástima. Pero ¿qué es lo que tiene?
El otro no respondió. Quizá ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; pero, en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver venir a su amada. Así pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto esperando como desesperado, pasaba las dos horas durante las cuales se admitían las visitas en la clínica. Cansado, pálido, tomó un vaso de te y se acostó sin darse cuenta del silencio inhabitual del chantre ni de la locuacidad, inhabitual también, de Lorenzo Petrovich.
—¿No ha venido hoy la señorita?—decía el último con una sonrisa malvada.
IV
Aquella noche era desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica cubierta con una pantalla iluminaba débilmente la sala. El silencio era turbado a veces por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cuchara cayó al suelo y el ruido producido por su caída fué como el de una campanilla y vibró largo tiempo en el aire, tranquilo e inmóvil.
Nadie durmió aquella noche en la sala número 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados y sus-