Página:Las siete tragedias de Sófocles - Biblioteca Clásica - CCXLVII (1921).pdf/87

Esta página ha sido corregida
67
ELECTRA

me amenazaba con terrible venganza? Y eso de tal manera, que ni de día estar tranquila ni de noche dormir podía, porque pasaba los días creyendo siempre que me iban a matar. Pero ahora, en el día de hoy, me veo ya libre del temor que me infundian ésta y aquél. Ésta era, pues, la mayor calamidad que en casa tenía, deseando siempre beberse hasta la última gota de mi sangre. Mas desde hoy, libre ya de las amenazas de aquél, pasaré tranquilamente mis días.

Electra.—¡Ay misera de mí! Ahora es cuando debo llorar, Orestes, tu desgracia; cuando aun en ella te insulta esa madre. ¿Pero está bien?

Clitemnestra.—Tú no; pero aquél, bien está como se encuentra.

Electra.—¡Oye esto, Venganza divina del que acaba de morir!

Clitemnestra.—Oyó lo que debía y lo cumplió perfectamente.

Electra.—Insulta, que ahora ya eres dichosa.

Clitemnestra.—Dicha que no extinguiréis ni tú ni Orestes.

Electra.—Nos hemos extinguido nosotros; de modo, que no te podremos matar.

Clitemnestra.—Muchas mercedes llegarías, ¡oh huésped!, a alcanzar de mí si hicieras cesar a ésta en su locuaz charlatanería.

El Ayo.—Pues me puedo ya marchar, que ya quedas enterada.

Clitemnestra.—De ningún modo; porque ni harías cosa de mi agrado, ni tampoco del amigo que te envía. Entra, pues, en palacio y deja que ésta pregone aquí fuera su desgracia y la de sus amigos.

Electra.—¿Creéis acaso que, apenada y dolorida, se va a llorar amargamente y gemir por el hijo muerto