Página:Las siete tragedias de Sófocles - Biblioteca Clásica - CCXLVII (1921).pdf/84

Esta página ha sido corregida
64
TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Electra.—¡Perdida estoy, infeliz de mí; ya no soy nada!

Clitemnestra.—Tú métete en lo tuyo; y tú, extranjero, dime la verdad. ¿Cómo ha muerto?

El Ayo.—Para eso vine y todo te lo diré. Habiéndose presentado él en las magnificas y pomposas fiestas de la Grecia, para ganar los premios en los juegos délficos, apenas oyó al heraldo que en alta voz pregonaba la carrera en que consistía la primera lucha, se lanzó como un rayo, dejando admirados a los espectadores. Y cuando, después de doblar la meta, llegó al término de su carrera, salió con todos los honores de la victoria. Y para decirte mucho en pocas palabras, nunca había visto yo tales proezas ni tal empuje en ningún hombre. Fijate en esto sólo: de todos cuantos ejercicios pregonaron los jueces, ya de carreras dobles, ya de los demás que constituyen el quinquercio, se llevó todos los premios, colmado de felicitaciones y aclamado por todos, el argivo llamado Orestes, hijo de Agamemnón, el que en otro tiempo reunió el famoso ejército de la Grecia. Así sucedió todo esto; pero cuando algún dios quiere perjudicar, no puede evitarlo el hombre más poderoso. Pues aquél, al día siguiente, cuando a la salida del sol tenía que celebrarse el certamen de los veloces carros, se presentó con otros muchos aurigas. Uno era aqueo, otro de Esparta; había dos libios, hábiles guiadores de cuadrigas, y él entre éstos hacía el quinto, con sus yeguas de Tesalia. Era el sexto de Etolia, con caballos leonados; el séptimo, un mancebo de Magnesia; el octavo, que tenia blancos caballos, era natural de Enia; el no veno era de Atenas, la fundada por los dioses, y el otro, que era beocio, ocupaba el décimo carro. Y puestos donde los jueces elegidos para el certamen, después de echar suertes, dispusieron que colocaran los coches, se