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ELECTRA

robusto ramo que con sus hojas ha cubierto de sombra todo el suelo de Micenas. Esto he oído contar a uno que se hallaba presente cuando ella exponía su sueño al Sol. Ya no sé más, sino que me envía por mor del miedo. Ahora, por los dioses lares te suplico que me obedezcas y no caigas en la insensatez; pues si me desatiendes vas a caer en nuevas desgracias.

Electra.—Pues, querida, de todo eso que llevas en las manos no pongas nada en la tumba del padre. Porque ni es justo ni piadoso que deposites en ella las oblaciones fúnebres de esa odiosa mujer, ni que ofrezcas sus libaciones al padre. Échalo todo al viento, u ocúltalo profundamente en la tierra, de modo que nada de ello pueda llegar a la tumba del padre, sino que le sirvan a ella cuando muera como de salvaguardia para el infierno. Porque si esa mujer no fuese la más impudente de todas las nacidas, nunca habría tenido la osadía de derramar libaciones en la tumba de aquel a quien ella misma mató. Considera tú, si te parece, como puede el cadáver que yace en el sepulcro recibir con agrado las ofrendas de esa que le asesinó ignominiosamente, le mutiló como si fuera enemigo y, para purificarse, en la cabeza de él limpió las manchas[1]. ¿Crees acaso que envía esas ofrendas en descargo de su parricidio? No es posible. Tíralas, pues. Córtate en cambio un rizo de tu cabello, y con otro del de esta desgraciada —poco es, pero es lo único que tengo— ofrécele este desaliñado cabello y también mi cinturón, aunque no


  1. Según el escoliasta y los antiguos lexicógrafos, los asesinos creían librarse de las represalias a que su crimen les exponía, cortando a sus víctimas las extremidades de los miembros, que les ataban en seguida debajo de las axilas. Y lavando al mismo tiempo sobre la cabeza de la víctima el instrumento homicida, creían así echar sobre ella la responsabilidad de la sangre derramada.