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FILOCTETES

Filoctetes.—Suéltame, por los dioses, la mano, queridisimo hijo.

Neoptólemo.—No te la suelto.

Filoctetes.—Huy! ¿Por qué me impides que a un hombre enemigo y aborrecido mate con mis flechas?

Neoptólemo.—Porque ni a ni ni a ti conviene eso.

Filoctetes.—Pues esto has de saber: que los cabezas del ejército, los em busteros heraldos de los aqueos, son cobardes en la batalla y audaces on sus palabras.

Neoptólemo.—Bueno. Ya tienes tu arco y no hay de que tengas rencor pi reproches contra mí.

Filoctetes.—Lo confieso, y has demostrado, ¡oh hijo!, la sangre de que naciste; no eres hijo de Sisito, Bino de Aquiles, quien, cuando estaba entre los vivos, oyó de sl los mayores elogios, y también ahora entre los muertos.

Neoptólemo.—Me regocijo de ofrte alabar a mi padre y a mi mismo; pero escucha lo que deseo alcanzar de ti: los hombres a quienes los dioses envian desgracias, no tienen más remedio que soportarlas; pero aquellos que voluntariamente se encuentran en la miseria, como tú, a esos ni es justo tenerles indulgencia ni compadecerles; tú te enföreces, y no sólo no admites consultor, sino que si alguien te aconseja hablándote con benevolencia, le odias. creyendole enemigo y malintencionado. No obstante, te diré - y pongo por testigo a Júpiter, vengador de los perjuros, y esto entiendolo bien y grábaló en ta corazón - que tú sufres esa dolencia por castigo divino; porque en el templo de Apolo, en risa, aproximaste al custodio, que la cuidadosa serpiente que, encubierta, guardaba descubierto recinto sagrado. Y curación de esa grave dolencia sabe que no la alcanzarás – mientras el sol se levante por este lado y se ponga por el otro – hasta que tú mismo