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Áyax

toro cuando bramà. Pero ahora, sumido en tan deplorable suerte, está sin comer y sin beber, sentado tranquilamente asi como cayó, en medio de las bestias destrotrozadas por el hierro. Y es evidente que está deseoso de perpetrar algo malo, según las cosas que dice y lamentos que exhala. Pero, amigos, puesto que para enteraros, de esto me llamasteis, entrad en la tienda y ayudadme si es que podéis; porque hombres como éste se dejan vencer por las razones de los amigos.

Coro.— Tecmesa, hija de Teleutante, triste noticia nos das al decir que el hombre está aterrorizado de los actos que ha cometido.

Áyax.— ¡Ay de mi! ¡Ay de mi!

Tecmesa.— Y mucho, a lo que parece. ¿No ois en qué lamentaciones prorrumpe Áyax?

Áyax.— ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!

Coro.— Parece que el hombre o está loco, o se aflige al verse entre los testimonios presentes de su anterior locura.

Áyax.— ¡Nene! ¡Nene!

Tecmesa.— ¡Desdichada de mi! Eurisaces, te llama el padre. ¿Qué querrá? ¿Dónde estás? ¡Pobre de mi!

Áyax.— A Teucro llamo. ¿Dónde está Teucro? Estará todo el dia pillando por ahí, mientras yo me estoy aniquilando.

Coro.— Parece que el hombre está cuerdo. Abre, pues. Tal vez al vernos en su presencia le imponga nuestro respeto.

Tecmesa.— Ya tenéis abierto y podéis ver las hazañas del mismo y el estado en que se encuentra.

Áyax.— ¡Ay, queridos marineros, únicos entre mis amigos!, vosotros solos sois los que perseveráis fieles a la ley de la amistad. ¡Mirad qué ola de ensangrentado mar me rodea y empuja por todas partes!