Deyanira.—No es posible que en resoluciones mal tomadas baya esperanza que vaya acompañada de alguna tranquilidad.
Coro.—Pero contra los que delinquen involuntariamente, se aplaca la ira; y eso es lo que te conviene.
Deyanira.—Eso puede decirlo, no el causante del daño, sino aquel a quien en su casa no le ocurre nada grave.
Coro.—Callar te conviene lo que ibas a decir, si no quieres enterar de ello a tu propio hijo; porque aqui tienes presente al que fué en busca de su padre.
Hil-lo.—¡Ah, madre! ¡Cómo quisiera poder escoger entre una de estas tres cosas: o que ya te hubieses muerto, o que viviendo fueras madre de otro, o que hubieras cambiado la resolución que tomaste por otra mejor.
Deyanira.—¿Qué pasa, hijo mío, para que te inspiTe tanto odio?
Hil-lo.—Que a tu marido, a mi padre quiero decir, sabe que lo has matado en el dia de hoy. DØYANIRA. – ¡Ay de mi! ¿Qué noticia me traes, hijo?
Hil-lo.—La que no es posible que deje de cumplirse; pues realizado un hecho, dquién podrá hacer que no baya ocurrido?
Deyanira.—¿Qué dices, hijo mio? ¿De quién te has eriterado para decir que tan detestable crimen haya cometido yo?
Hil-lo.—Yo pismo, que la grave desventura de mi padre he visto con mis propios ojos; no lo he oido de nadie.
Deyanira.—¿Donde le encontraste y le asististe?
Hil-lo.—Si es menester que te enteres, preciso es que te lo cuente todo. Cuando, después de haber destruida la ilustre ciudad de Eurito, venia él con los trofeos de la victoria y primicias del botín, en un promontorio de