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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

ningún mortal. Porque Creonte era digno de envidia, a mi parecer, cuando después de haber libertado de enemigo a esta tierra cadmea y apoderarse del mando supremo de la región, la gobernaba y vivia lleno de alegría por la generosa indole de sus hijos. Mas ahora se ha desvanecido toda esa dicha; pues cuando el hombre llega a perder la alegria y el placer, en mi concepto ya no vive, y lo considero como un cadáver animado. Amontona, pues, riquezas en tu casa, si te place, y vive. faatnosamente con el aparato de un tirano; que si con todo eso te falta la alegria, todo lo demás, comparado con el placer, no lo comprarla yo para el hombre por la sombra del bumo.

Coro.—¿Qué nueve calamidad de los reyes vienes a anunciarnos?

El Mensajero.—Han muerto; y los que viven Bon culpables de la muerte.

Coro.—¿Y quién ha matado? ¿Quién yace muerto? Di.

El Mensajero.—Hemón ha muerto: con la propia mano se ha herido.

Coro.—¿Cuál? La del padre o la suya propia?

El Mensajero.—Él mismo se da suicidado, rabioso contra su padre por la sentencia de muerte.

Coro.—¡Oh adivino. ¡Cuán cumplidamente dista la profecla!

El Mensajero.—Y siendo la cosa asi, hay que pen. gar en lo demás.

Coro.—Y en verdad que veo a la desdichada Euridice, la esposa de Creonte, que sale de casa; ya sea por haber oido algo de su hijo, ya por casualidad.

Eurídice.—¡Oh ciudadanos todos! Oi algunes de vuestras palabras cuando iba a salir para llegarme a invocar con mis plegarias a la diosa Minerva. Y me haHaba aflojando la cerradura de la puerta para abrirla,