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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Ismena.—Yo no hago desprecio de eso; pero soy impotente para obrar contra la voluntad de los ciudadanos.

Antígona.—Tú puedes dar esas excusas; que yo me voy ya & erigir una tumba a mi queridísimo hermano.

Ismena.—¡Ay, pobre de mil ¡Cómo estoy temblando por til

Antígona.—Por mi no te preocupes; procura por ti suerte.

Ismena.—Pues al menos no digas a nadie tu pro-, yecto; guárdalo en secreto, que yo haré lo misma.

Antígona.—¡Ay de ni! Divulgalo; que más odiosa me serás si callas y no lo dices & todos.

Ismena.—Ardiente corazón tienes en cosas que bielan de espanto.

Antígona.—Pero sé que agrado a quienes principalmente debo agradar.

Ismena.—Si es que puedes; porque intentas un im-, posible.

Antígona.—Pues cuando no pueda, desistire.

Ismena.—De ningún modo conviene perseguir lo imposible.

Antígona.—Si eso dices serás odiada de mi, y odiosa serås para el muerto, con justicia. Pero deja que yo, con mi mal consejo, sufra estos horrores; porque nada sentiré tanto como un no bello morir.

Ismena.—Pues si to parece, anda; pero ten esto en cuenta, que procedes insensatamente, bien que muy amable a los seres queridos.

Coro.—Rayo del Sol, la más hermosa luz de las que antes brillaban en Tebas, la de siete puertas! Apare. ciste ya, ¡oh resplandor del aureo dial, viniendo por encima de la fuente Dircea, y haciendo huir, fugltivo, a la carrera, en veloz corcel, al ejército de blanco escu-