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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

seas invisible, y cómo la oigo vibrando en mi corazón, como el eco de la boquiférrea trompeta tirrenia! Bien ahora adivinaste que voy dando vueltas en busca de ese hombre, de mi enemigo Áyax, el del escudo. A él en verdad y no a otro busco hace ya rato; porque esta noche ha perpetrado un crimen inconcebible, si efectivamente ha hecho él estas cosas, pues nosotros nada sabemos, con certeza, sino que dudamos; y yo voluntariamente me impuse este trabajo para averiguar la verdad, pues hace poco encontramos despedazadas y degolladas por alguien todas las bestias, y a los mismos pastores. Todo el mundo le imputa este hecho; y a mi me lo acaba de decir y exponer un espia que le vió yendo solo por el campamento con la espada recién teñida en sangre. Yo, sin perder tiempo, voy persiguiendo sus huellas; distingo bien unas, pero me que de perplejo ante otras y no sé cómo averiguar la verdad. Llegas, pues, a tiempo; que yo en todo, antes y ahora, me dejo siempre gobernar de tu mano.

Minerva.— Lo sé, Ulises, y como celoso guardián me puse en camino para ayudarte en tu investigación.

Ulises.— ¿Acaso, querida reina, con oportunidad he emprendido este trabajo?

Minerva.— Como que de ese hombre son estos hechos.

Ulises.— ¿Y qué locura le impulsó a poner manos en tal obra?

Minerva.— La cólera que le apesadumbró por la adjudicación de las armas de Aquiles.

Ulises.— ¿Y cómo se lanzó sobre los rebaños de ovejas?

Minerva.— Creyendo que mojaba su mano en vues tra sangre.

Ulises.— ¿De modo que su intención era matar a los argivos?