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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

resistir. Sin embargo, después de unos momentos, no muchos, le vimos que estaba adorando a la Tierra y también al Olimpo de los dioses en una misma plegaria. De qué manera haya muerto aquél, ninguno de los mortales puede decirlo, excepto el rey Teseo; pues ni le mató ningún encendido rayo del dios, ni marina tempestad que se desatara en aquellos momentos, sino que, o se lo llevó algún enviado de los dioses, o la escalera que conduce a los infiernos se le abrió benévolamente desde la tierra para que pasara sin dolor. Ese hombre, pues, ni debe ser llorado ni ha muerto sufriendo los dolores de la enfermedad, sino que ha de ser admirado, si hay entre los mortales alguien digno de admiración. Y si os parece que no hablo cuerdamente, no estoy dispuesto a satisfacer a quienes me crean falto de sentido.

Coro.—¿Y dónde están las niñas y los amigos que las acompañaron?

El Mensajero.—Ellas no están lejos, pues los claros gritos de su llanto indican que hacia aquí vienen.

Antígona.—¡Ayay! Ya tenemos, tenemos que llorar, no por esto ni por lo otro, sino por todo, la execrable sangre del padre que ingénita llevamos las dos; las cuales, si cuando él vivia teníamos grandes e incesantes penas, las sufriremos, cual no se puede pensar, en nuestra postrimeria, y mayores que las que hemos visto y padecido.

Coro.—¿Qué hay?

Antígona.—Ya se puede conjeturar, amigos.

Coro.—¿Há muerto?

Antígona.—Como tú quisieras alcanzar la muerte. ¿Cómo no, si ni Marte ni el mar le han embestido, sino que las invisibles llanuras infernales se lo llevaron arrebatado en muerte nunca vista? ¡Infeliz de mí! A nosotras, funesta noche se nos cierne sobre los ojos.