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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

do, una breve narración no puede contarlo, ni exponer tampoco los hechos tal como han sucedido.

Coro.—¿Luego ha muerto el infeliz?

El Mensajero.—Sabe que ha dejado ya la vida esa que siempre ha vivido.

Coro.—¿Cómo? ¿Acaso con divino auxilio y sin fatiga murió el infeliz?

El Mensajero.—Esto es cosa muy digna de admiración: el cómo partió de aquí —y tú que estabas presente lo sabes— sin que le guiara ningún amigo, sino dirigiéndonos él a todos nosotros; y cuando llegó al umbral del abismo que con escalones de bronce se afirma en el fondo de la tierra, se paró en una de las vias que allí se cortan, cerca del cóncavo cráter donde yacen las señales de eterna fidelidad de Teseo y Piritoo; y habiéndose parado allí, entre el cráter y la roca de Toriquio y un hueco peral silvestre y una tumba de piedra, se sentó. En seguida se quitó los pringosos vestidos; y llamando a sus hijas, les mando que le llevasen agua corriente para lavarse y hacer libaciones; y las dos, corriendo a la colina de la fructifera Ceres que desde allí se divisa, cumplieron en breve el mandato del padre, y le lavaron y vistieron según se hace (con los muertos). Y cuando todo lo que él había ordenado hicieron a su satisfacción y no quedaba por hacer el más mínimo detalle de lo que había encargado, retumbó Júpiter bajo tierra; las muchachas se horrorizaron, así que lo oyeron; y echándose a los pies del padre empezaron a llorar, sin cesar de darse golpes de pecho ni de exhalar prolongados lamentos. Él, al punto que oyó el penetrante ruido, apretándolas entre sus brazos, les dijo: «¡Oh hijas! Ya no tenéis padre desde hoy, pues ha muerto todo lo mio; y en adelante no llevaréis ya esa trabajosa vida por mi sustento. Cuán dura ha sido,