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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Antígona.—A la fuerza me llevan.

Edipo.—Alárgame, ¡oh hija!, tus manos.

Antígona.—Pero no puedo.

Creonte.—(A su gente.) ¿No os la llevaréis?

Edipo.—¡Oh infeliz de mí, infeliz!

Creonte.—No creo, pues, que ya jamás puedas caminar apoyándote en estos dos báculos. Pero ya que quieres triunfar de tu patria y de tus amigos, por mandato de los cuales hago yo esto, aunque soy el rey, triunfa; que con el tiempo, bien lo sé, tú mismo conocerás que ni procedes ahora bien para contigo, ni procediste antes, a pesar de los amigos, por dar satisfacción a tu cólera, que es la que siempre te ha perdido.

Coro.—Detente ahií extranjero.

Creonte.—Que no me toques te digo.

Coro.—No te dejaré marchar sin que me devuelvas a ésas.

Creonte.—Pues mayor rescate impondrás pronto a la ciudad, porque no pondré mis manos sólo sobre estas dos.

Coro.—Pero ¿adónde te diriges?

Creonte.—A coger a éste para llevármelo.

Coro.—Tremendo es lo que dices.

Creonte.—Como que pronto quedará hecho.

Coro.—Si no te lo impide el soberano de esta tierra.

Edipo.—¡Oh lengua impudente! ¿Te atreverás a tocarme?

Creonte.—¡Te mando que calles!

Edipo.—¡Pues ojalá estas diosas no me dejen afónico antes de maldecirte, ya que, ¡oh perverso!, violentą mente me arrancas el único ojo que me quedaba, des pués de perder la vista! Asi, pues, a ti y a la raza tuya ojalá el dios Sol, que todo lo ve, dé una vida tal cual yo tengo en mi vejez.