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EDIPO, REY

cálculo, aunque reboséis de vida, sois lo mismo que la nada. ¿Qué hombre, pues, qué hombre goza de felicidad más que el momento en que se lo cree, para en seguida declinar? Con tu ejemplo a la vista y con tu sino, ¡oh infortunado Edipo!, no creo ya que ningún mortal sea feliz. Quien dirigiendo sus deseos a lo más alto llegó a ser dueño de la más suprema dicha, ¡ay Júpiter!, y después de haber aniquilado a la virgen de corvas uñas, cantora de oráculos, se levantó en medio de nosotros como valla contra la muerte, por lo que fué proclamado nuestro rey y recibió los mayores honores, reinando en la grande Tebas, no es ahora el más infortunado de los hombres? ¿Quién se ve envuelto en más atroces desgracias y en mayores crímenes por una alternativa de la vida? ¡Oh ilustre Edipo! ¿El propio asilo de tu casa fué bastante para que cayeras en él, como hijo, como padre y como marido? ¿Cómo es posible, ¡oh infeliz!, cómo, que el seno fecundado por tu padre te pudiera soportar en silencio tanto tiempo? Lo descubrió a pesar tuyo el tiempo, que todo lo ve, y condenó ese himeneo execrable, donde engendraba a su vez el que fué en él engendrado. ¡Ay hijo de Layo! ¡Ojalá, ojalá nunca te hubiera visto; pues me haces llorar, exhalando dolorosos lamentos de mi boca! Y para decir verdad, de tí recibí la vida, por ti calmé mis congojas.

Un Mensajero.—¡Oh siempre respetabilisimos señores de esta tierra! ¡Qué cosas vais a oir y qué desgracias veréis y cuán grande dolor sentiréis, si como patriotas os inspira interés la casa de los Labdácidas! Yo creo que ni el Istro ni el Fasis podrán lavar con sus aguas las impurezas que ese palacio encierra, y los crímenes que ahora salen a luz, voluntarios, no involuntarios. Pues de todas las calamidades, las que más deben sentirse son las que uno se procura por sí mismo.