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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

las aves, según cuyas predicciones debía yo matar a mi padre? Él, muerto ya, reposa bajo tierra; y yo, que aquí estoy, no soy el que lo he matado, a no ser que haya muerto por la pena de mi ausencia; sólo así sería yo el causante de su muerte. Pero Pólibo, llevándose consigo los antiguos oráculos, que de nada han servido, yace ya en los infiernos.

Yocasta.—¿No te lo dije yo hace ya tiempo?

Edipo.—Lo dijiste; pero yo me dejaba llevar de mis sospechas.

Yocasta.—Sacúdelas ya todas de tu corazón.

Edipo.—¿Y cómo? ¿No me ha de inquietar aún el temor de casarme con mi madre?

Yocasta.—¿Por qué? ¿Debe el hombre inquietarse por aquellas cosas que sólo dependen de la fortuna y sobre las cuales no puede haber razonable previsión? Lo mejor es abandonarse a la suerte siempre que se pueda. No te inquiete, pues, el temor de casarte con tu madre. Muchos son los mortales que en sueños se han unido con sus madres; pero quien desprecie todas esas patrañas, ése es quien vive feliz.

Edipo.—Muy bien dicho estaría todo eso si no viviera aún la que me parió. Pero como vive, preciso es que yo tema, a pesar de tus sabias advertencias.

Yocasta.—Pues gran descanso es la muerte de tu padre.

Edipo.—Grande, lo confieso; pero por la que vive, temo.

El Mensajero.—¿Cuál es esa mujer por la que tanto temes?

Edipo.—Es Merope, ¡oh anciano!, con quien vivía Polibo.

El Mensajero.—¿Y qué es lo que te infunde miedo de parte de ella?