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EDIPO, REY

Coro.—¡Ojalá me asistiera siempre la suerte de guardar la más piadosa veneración a las predicciones y resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las celestes regiones donde han sido engendradas! El Olimpo sólo es su padre: no las engendró la raza mortal de lo hombres, ni tampoco el olvido las adormece jamás. En ellas vive un dios poderoso que nunca envejece. Pero el orgullo engendra tiranos. El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha altaneria, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para despeñarse en fatal precipicio, de donde le es imposible salir. Yo ruego a la divinidad que no se malogre el buen éxito del esfuerzo que la ciudad está haciendo, y para ello jamás dejaré de implorar la protección divina. Si hay algún orgulloso que de obra o de palabra proceda sin temor a la justicia ni respeto a los templos de los dioses, que cruel destino le castigue por su culpable arrogancia; y lo mismo al que se enriquece con ilegitimas ganancias, y comete actos de impiedad o se apodera insolentemente de las cosas santas. ¿Qué hombre en estas circunstancias puede vanagloriarse de alejar de su alma los golpes del remordimiento? Porque si tales actos fuesen honrosos, ¿qué necesidad tendria yo de festejar a los dioses con coros? Nunca iré yo al venerable santuario de Delfos para honrar a los dioses, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si estos oráculos no llegan à cumplirse a la faz de todo el mundo. Pero, ¡oh poderoso Júpiter!, si realmente todo lo sabes y del mundo eres rey, nada debe ocultarse a tus miradas ni a tu eterno imperio. Como irritos, de Delos...[1] los oráculos se desprecian ya; en los sacrificios no se manifiesta Apolo. La religión va hacia su ruina.


  1. Falta una o dos palabras en el original.