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EDIPO, REY

bién que yo sería el asesino del padre que me engendró. Desde que oí yo tales palabras, procurando siempre averiguar por medio de los astros la situación de Corinto, andaba errante lejos de su suelo, buscando lugar donde jamás viera el cumplimiento de las atrocidades que de mi vaticinó el oráculo. Pero en mi marcha llegué al sitio en que tú dices que mataron al tirano Layo. Te diré la verdad, mujer. Cuando ya me hallaba yo cerca de esa encrucijada, un heraldo y un hombre de las señas que tú me has dado, el cual iba en un coche tirado por jóvenes caballos, toparon conmigo. El cochero y el mismo anciano me empujaron violentamente, por lo que yo, al que me empujaba, que era el cochero, le di un golpe con furia; pero el anciano que vió esto, al ver que yo pasaba por el lado del coche, me infirió dos heridas con el aguijón en medio de la cabeza. No pagó él de la misma manera; porque del golpe que le di con el bastón que llevaba en la mano, cayó rodando del medio del coche, quedando en el suelo boca arriba: en seguida los matė a todos. Si, pues, ese ex tranjero tiene alguna relación con Layo, ¿quién hay ahora que sea más miserable que ýo? ¿Qué hombre podrá haber que sea más infortunado? Ningún extranjero ni ciudadano puede recibirme en su casa, ni hablarme; todos deben desecharme de sus moradas. Y no es otro, sino yo mismo, quien tales maldiciones he lanzado sobre mí. Estoy mancillando el lecho del muerto con las mismas manos con que lo maté. ¿No nací pues, siendo criminal? ¿No soy un ser todo impuro? Pues cuando es preciso que yo huya desterrado y que en mi destierro no me sea posible ver a los mios ni entrar en mi patria, ¿es también necesario que me una en casamiento con mi madre y mate a mi padre a Pólibo, que me engendró y me educó? ¿No dirá con razón cualquiera que medite